La generosidad es por definición ajena al sentimiento del deber; de hecho, es contraria a éste, a tal punto que hay ciertamente menos perfidias que temer de un crápula franco que de las de alguien que pretendería ser generoso por deber.
El hombre generoso actúa generosamente porque es generoso, no porque consulta un código de buena conducta que le recomienda ser generoso. La gente de moral me parece llevar sobre sí misma permanentemente, apretado en su billetera como el memorial de Pascal escondido en el dobladillo de su hábito, un pedazo de papel en el que ha inscrito:«No olvides ser bueno».
Tal seguridad contra el mal no es tan tranquilizante como parece, y personalmente yo desconfiaría completamente. En un momento crítico, en el fuego de la acción, ¿tendrá nuestro hombre el tiempo de consultar su billetera? ¿Y qué pasará si ha dejado la billetera en casa, o ha incluso olvidado de meter allí, como lo hace cada mañana pues puede suponerse que lo saca cada noche antes de acostarse para tenerla al alcance de la mano, como hacía Schopenhauer con sus pistolas, la fórmula mágica que lo protege de mal-actuar?